viernes, 7 de octubre de 2016

REIKIAVIK
TÍTULO: Reikiavik
AUTOR: Juan Mayorga
EDITORIAL: La uÑa RoTa
SUBGÉNERO: Drama histórico
AÑO DE ESTRENO: 2015
AÑO DE PUBLICACIÓN: 2015

Reikiavik es una batalla de fuego cruzado, sobre las tablas y sobre el tablero.
Aunque bien pudiera considerarse esta obra como ejemplo de drama histórico, no solo historia hay en ella, también ese tamiz filosófico con que cerca Mayorga sus obras. Esta pieza es más bien un viaje alucinado en el que se cruzan ajedrez, Guerra Fría, obsesiones, miedos, talentos, identidades… Waterloo y Bailén son batallas que evocan derrotas, derrotas napoleónicas (esa grandeza caída), por eso Waterloo y Bailén son dos hombres que juegan a ser otros dos hombres: Bobby Fischer y Boris Spasski, seguramente dos perdedores también, cada uno a su manera. Fischer es un mito de la historia del ajedrez, el héroe americano (quizá a su pesar) que derribó la supremacía soviética sobre los tableros; pero también fue durante años un enigma que se resolvió en miseria con el paso de los años (“Me das lástima, Robert Fischer, eres el hombre más solo del mundo”, le dice Spasski al estadounidense). Spasski es otro gran campeón, que dejó de serlo para su pueblo y, sobre todo, para su gobierno, que lo repudió después de la humillación a la que el advenedizo americano sometió al gigante comunista. Ambos se convirtieron en “refugiados” interiores. El terremoto más grande de la historia ajedrecística tuvo su epicentro en la capital islandesa, pero desde Whashington y Moscú también se jugaba. A otra cosa.
Juan Mayorga transmite en sus obras, natural o intencionadamente, compasión por los seres humanos. En esta obra, estrenada y dirigida por él mismo en Avilés, y con un largo recorrido por diferentes teatros a estas alturas, el lector (y el espectador) han de sentir, seguro, compasión por dos hombres que juegan un papel histórico como si estuviesen movidos por fuerzas que no alcanzan a controlar. Algo de fatal destino tiene el lamento dramático de Reikiavik sin que por ello busque el grito de la tragedia.
Waterloo y Bailén son en realidad dos hombres que todos los días se encuentran en un parque para medirse con piezas blancas y negras. Es un encuentro repetitivo pero a la vez con variantes. Ambos hombres juegan a encarnar a Fischer y a Spasski, e intercambian esos roles cada día. En Reikiavik asistimos a uno de esos encuentros. Es casi un bucle del que Waterloo (hoy Fischer) y Bailén (hoy Spasski) esperan, quizá, salir algún día, y resolver así su partida eterna. Pero para eso necesitan ceder el testigo, necesitan algún relevista, algún heredero. Y ahí es donde aparece el “Muchacho”, un adolescente que casualmente, camino de clase, camino de un examen crucial, pasa por ese parque, por ese campo de batalla figurado, se cruza con la escena y se detiene. Y queda absorbido por ella.
Reikiavik es un juego, como el ajedrez, como el teatro, como la política en manos de quienes la conducen. Por eso es tan hermoso ese espectáculo de los dos actores jugando a ser dos personajes que juegan a ser otros dos personajes. Y en ese proceso habrá que imaginar al conmovedor César Sarachu tratando de entender a Waterloo, y al Waterloo que trata de entender a Fischer; y habrá que imaginar al brillante Daniel Albadalejo encarnar con deslumbrante técnica a Bailén, y al Bailén que trata de encarnar a Spasski. Y habrá que imaginarlos, al compás de su director de escena, reescribiendo la obra, como nos sugiere el propio Mayorga en esta edición. Es una búsqueda, un tratar de entender y de entenderse, una suerte de amor-odio (“Me da placer jugar con él, también me duele”, dice Bailén-Spasski de Waterloo-Fischer). Poe pensaría que Waterloo y Bailén parecen dos pero apenas son uno; una sola identidad, pero una identidad escindida, como piensa Fernando Broncano en el profundo comentario que acompaña al texto de Mayorga en esta edición de La uÑa RoTa. Es una búsqueda, sí; necesaria. Y ¿si ambos actores intercambiasen papeles? Cambiar de máscara. Introducir una variante en el tablero, en las tablas, como hacen todos los días (“Cambias de orden dos palabras y cambia todo, un gesto lo cambia todo”). Ayer, ayer lo hicieron, pero… ¿hoy? Seguramente también.

Alrededor de Sarachu y Albadalejo, el “Muchacho” se mueve, observa, se pregunta… y lo hace también por nosotros. Por eso nos enganchamos a su mirada. Elena Rayos es quien interpreta al “Muchacho” con la dificultad de encarnar a alguien más joven (adolescente), de otro sexo (si es que aquí importa algo el sexo) y con mucho menos peso y presencia que los otros dos. Es un personaje menos lucido, menos agradecido, pero no por ello menos importante para el sentido de esta pieza; de hecho, es fundamental. Los tres, Sarachu, Albadalejo y Rayos, como tres bailarines virtuosos bajo la batuta de Mayorga, giran sobre el escenario como un torbellino de ideas y de emociones, y giran ahora, siguen haciéndolo, por los teatros de España (andan ahora por el Valle-Inclán), para deleite de un público que, a poco que sea sensible, saldrá del teatro con la mirada puesta en algún lugar lejano. Y el lector de este drama cerrará el libro. Y, levantará, quizá, la vista y la llevará también… ¿quién sabe adónde?

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